Ricoeur (1999:79) afirma que “Hay que poseer un
saber teórico previo sobre las costumbres de quien ha dejado una huella y un
saber práctico sobre el arte de descifrarla”. En este sentido Crespo
demuestra tener tanto ese saber teórico como el práctico de las huellas dejadas
y aprehendidas por todo lo que le ha rodeado. El tiempo en su obra se desplaza
a asociaciones y memorias en donde su yo consciente
permanece al tanto de los objetos que alimentan sus cogniciones (la gota que
cae, la declinación del sol, el color de los atardeceres). Los objetos, las
palabras permanecen potencialmente distintos pero entonces su acto mental
estalla en relaciones de huellas y las palabras se convierten en objetos y
viceversa. Los momentos consiguen una existencia propia combinando tanto los
mundos físico y mental y sumiendo al yo
en reconocimientos breves, largos, dinámicos y estáticos. Sus momentos perduran
en el tiempo. El tiempo va y viene a su antojo:
En
ese mundo sin tiempo era el reflejo de las auroras y los atardeceres lo que nos
iba envejeciendo y matando […]. Ciertas noches las brisas nos traían una
tibieza extraña. Era como si el tiempo y sus minutos vinieran desde unas islas
tan luminosas que los tesoros no tenían donde esconderse. Tibia, la luna del
verano resplandecía en el sauce blanco. La vida (eso es lo que me gustaría creer
y eso fue lo que creí en un tiempo) era una realidad que podía llegar a ser un sueño.
(136)
Ricoeur, P. (1999). La lectura del tiempo pasado: Memoria y Olvido. Madrid: Universidad
Autónoma de Madrid.
Crespo, J. (1987). Largo ha sido este día. Bogotá: Plaza y Janés.
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